Texto y fotos: Iván Reyna Ramos
Ayavirí es un antiguo pueblo de la sierra limeña -nombre de raíces puneñas- que el pasado 4 de agosto cumplió 290 años de creación política como distrito de la provincia de Yauyos. Una vuelta a sus alrededores junto con Narciso Lucas Torres, es suficiente para admirar los añejos balcones, casas de barro, muchas flores en plaza de armas y una carretera con 11 kilómetros en construcción que intenta hasta salir por el pueblo de Miraflores y conectarse con Huancayo. Es lo que el alcalde provincial de Yauyos, Diomides Dionisio Inga, propone unir el circuito turístico de Asia con Yauyos.
El mediodía nos encuentra serpenteando los vertiginosos cerros que a veces se pintan de gris, otras de verde y algunas de púrpura, estirándose en esta cordillera andina que se eleva hasta los 5,000 metros de altitud. Tanto Artemio Quispe De la Cruz (presidente de la Comunidad Campesina Niño Jesús de Ayavirí) y el escolar Atilio Soriano Lucas, coinciden en que su tierra no se encuentra en las guías turísticas, pero existen buenas razones para empezar a conocerlas. Según el historiador Max Espinoza Galarza en su libro “Topónimos Quechuas del Perú”, dice que Ayavirí proviene de las voces “aya” (cadáver) y “huiri” (faja de envolver cadáveres); es decir, se trataría de un pueblo de embalsamadores. Como quiera que sea, la historia también recuerda que fue en 1537 cuando se dio la batalla de Ayavirí, en la que murió Allin Songo Inca -uno de los capitanes de Manco Inca- al participar del ataque a la Lima de entonces.
Aquí los pobladores siguen abrigando sus viejas tradiciones. Danzan las pallas y los chunchos. Producen quesos artesanales que gozan de buena aceptación en el mercado limeño. La gente es sencilla, como los esposos Andrés Lucas Mateo y Antonia Torres Santiago, quienes nos invitaron un exquisito “patache”, la sopa típica en base a trigo, queso y hojas de muña. Y para el mal de altura un tecito bien caliente de “ayalón” (parecido al romero). En la noche -mientras escuchábamos los románticos relatos de Ayavirí- brindamos con “chamis” (alcohol con agua hirviendo, limón y azúcar), el trago que los lugareños llaman “el calientito”. Todo esto bajo el silencio infinito de un cielo luminoso. Todo es indiscutiblemente real.
Al rayar el alba ya estábamos otra vez camino a los gélidos nevados y lagunas. La naturaleza impone sus propias reglas. No hay mapa y tampoco contamos con GPS para la ubicación geográfica, pero los ayavirinos conocen su tierra al dedillo. Nos acompaña Guillermo Fernández Lucas, un excelente guía a quien le dicen “el gordo”. En la ruta se detiene varias veces para hablarnos de las vizcachas, de las huallatas que siempre andan en parejas, de los restos arqueológicos de Cullpamarca y de sus prodigiosas pescas de truchas. Así, pasamos los lugares conocidos como Ñauñacu, Ampa, Yaulía, Carhuayo, Pantani, Tucumachi, Cachipampa y luego nos sorprende la catarata de Pilacanchani con sus 40 metros de caída libre y sus historias de sirenas en luna llena.
Ya hemos caminado casi 30 kilómetros y un manto helado nos golpea el rostro antes de contemplar la laguna Huascacocha (origen del río Mala) que rompe con sus tonos azules los pálidos ichus. Es evidente que la laguna se ha reducido dejando una playa de arena blanca. Sus nevados tributarios como el Llongote, Huayna Cottoni y Ticlla están en franco retroceso. Los pueblos de Quinches y Carania (ambos distritos de Yauyos) se disputan la propiedad de la laguna. Como siempre el conflicto por el agua. Aún así, detrás de su frágil figura se pueden acariciar los pliegues del paisaje y los misterios de los apus. Propicio para las exigentes caminatas, ciclismo de montaña, pesca y campamento. Las noches bajan a cero grados de temperatura.
Antes de despedirnos, nuestras retinas guardan los matices de una sierra viva y sobrecogedora. Por 25 soles, los visitantes pueden tomar unas minivan en la ciudad de Mala. La ruta que siguen es Asia, Coayllo, Omas, Pilas, Tamará y en cinco horas se arriba. Un recorrido fascinante, siempre en movimiento como el río Mala, como los zorros que nos acompañan en el camino, como los pinceles que cada año nuevo el Niño Jesús pinta de fiesta esta maravillosa tierra llamada Ayavirí.
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